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Puerto Resignación

Por César Pincheira / Dedvi Missene / Octavio Bustamante

Ha pasado un año desde el siniestro y pese a las apariencias Valparaíso no es el mismo. Porque pese a que en el Puerto no son novedad las catástrofes, el del 12 de abril de 2014 fue el incendio urbano más grande documentado en la historia de Chile, con 15 muertos y más de 3.500 hogares destruidos. Claro, sus llamas fueron apagadas hace rato, pero las secuelas del fuego sobre los porteños siguen vivas y visibles donde quiera que se afine el ojo pero especialmente allá arriba en los cerro arrasados: barrios donde antes abundaba el color espontáneo de la pobreza que no se resigna a vivir en la tristeza, hoy reinan los tonos grises de las placas de latón sin pintar de las casas de emergencia. En Valparaíso, hoy campea la resignación. A un año del fuego que iluminó amargamente portadas de diarios y pantallas de noticias en todo el mundo, los eucaliptos jóvenes ya se alzan nuevamente en las quebradas abonados por toneladas de desechos que siguen acumulándose a la espera de la nueva tragedia que pese a lo que se diga, todos los porteños sabemos que vendrá. No sabemos dónde y cuándo, pero sí sabemos que vendrá. Claro, encogiéndonos de hombros podríamos escuchar los versos del Gitano Rodríguez acerca del vendaval y la llovizna y la arena y el desperdicio. No miente el playanchino: por las mismas calles donde pasó el fuego esta vez, había pasado la muerte tantas veces antes en forma de aluviones, terremotos, explosiones y sobre todo otros incendios que parecen ser el mismo no importa si es El Vergel, el cerro Las Cañas, La Cruz, El Litre, Rocuant, Mariposas o Merced. Porteños encogidos de hombros. Eso abunda hoy en esta ciudad cuyo dinamismo económico resulta desde esa propia categoría un chiste cruel. Acá ya no hay chimeneas ni grandes planteles ni industrias para los ingenieros. A Valparaíso se viene a estudiar o a carretear (o ambas cosas). Terminada esa etapa, chaolín. Se quedan sólo los muy valientes o los muy cobardes. Por eso mismo, a un año del incendio, la ciudad no está al borde de una revolución liderada por quienes indignados presionan por más apoyo público para volver a ponerse de pie. No hay grandes protestas por el ritmo en que se han distribuido las lucas para la reparación. Acá no están tomadas las oficinas de la burocracia estatal que prometió poner de pie los cerros doblegados en el más breve plazo. El incendio lo viven día a día en silencio quienes aún no tienen donde hacer caca como manda la OCDE. Los que viven hacinados. Los que no reciben respuesta a sus solicitudes. Los que dedican mañanas completas a un trámite esperando su turno en el numerito rojo de la pared. Es la resignación del porteño curtido en materia de catástrofes desde que tienen memoria sus abuelos. Resignación ante la tragedia. Resignación ante autoridades ineptas también. Quizá lo único que podría sacarse en limpio en la breve lista de las cosas no tan amargas que dejó el fuego de abril pasado, es que los que todo lo perdieron pudieron conocer a los jóvenes que vienen a estudiar (y a carretear) a Valparaíso. Nunca hubo tantos universitarios por metro cuadrado en la parte alta de la ciudad. Nunca hubo tantas palas en sus manos. La gente de los cerros perdió todo menos algunos centímetros cúbicos de bálsamo espiritual al saber que le importaban a alguien. A muchos. A un año de la tragedia, las muestras de apoyo y solidaridad que se vivieron días después del fuego son un recuerdo imborrable. Claro, está también el recuerdo del humo que tapó el sol del sábado y los gritos y las carreras deseperadas y los atochamientos de autos que eran dejados a su suerte bajo las lenguas de fuego. Pero al despertar de la pesadilla real, cuando las cenizas se pegaron al suelo y las latas chamuscadas taparon los caminos había que reaccionar rápido porque venía el invierno y miles de jóvenes lo hicieron sin pedirle permiso a nadie, aportando harto más a los vecinos que decenas de funcionarios que en vez de gatillar soluciones, parecían más preocupados de cuidar su culo funcionario y la silla donde estacionarlo. El “¿Acaso te invité yo a vivir acá?” del alcalde hacia un vecino siniestrado y obviamente molesto seguirá por años en los primeros lugares del ránking de las estupideces gobernantes. Por estos días, en la tele el gobierno entrega cifras positivas de la reconstrucción. En la tele también los líderes de la oposición local tiran cifras negativas. Empate de fracasos. Felicitaciones a ambos por no tener la razón. Pero la gente parece no escucharlos. Ya no. Al menos no desde las mediaguas y viviendas de emergencia que todas las mañanas reciben el sol en sus latones y lo reflejan hacia el Congreso de vidrios polarizados. A nadie le interesan allá arriba los porcentajes de recuperación o de tardanza. Porque todos intuyen que a los números se les puede torturar hasta que digan lo que uno quiere. Por eso quienes hablan desde la tele (algunos salen de la oficina para dar las cuñas desde el cerro) hacen el ridículo e indignan a miles personas que siguen sin un techo definitivo. Doce meses después de la catástrofe los que tienen tele dentro de la mediagua de emergencia, prefieren cambiar de canal cuando salen estos tipos en las noticias. Ya suficiente miseria los rodea (ojo, desde mucho antes del incendio) como para exponerse a recibirla también desde la pantalla. Mejor poner Morandé con Compañía. También son imbéciles pero al menos hacen reír. Ha pasado un año y a pobreza sigue allá arriba esperando su próxima tragedia. La especulación inmobiliaria sigue avanzando por los cerros y los tuiteros siguen publicando fotos de amaneceres. ¿Qué pueden esperar los porteños entonces? Poco. Salvo que una vez más el viento como siempre limpie la cara de este puerto herido. Resignado el Gitano, pero certero.

Tipo de Artículo

  • # César Pincheira G.
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