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Tambores de guerra

Fotos y textos César Pincheira G. / 31 de octubre 2018

El tema se tomó las redes sociales y también los medios tradicionales: se venía un nuevo Carnaval de los Mil Tambores a Valparaíso y el impacto del evento sobre la ciudad despertó a una cada vez menos adormecida opinión pública local. Mientras los organizadores destacaban enorme el hito cultural que significa a convocar a los amantes de la percursión de todo Chile durante un fin de semana colorido y masivo. Los detractores del caranval, en cambio -cada vez más organizados y activos-, ponían el énfasis en las secuelas negativas de tener a miles de pesonas carreteando, bebiendo, orinando, defecando y peleando en las calles y plazas de Valparaíso durante mucho más que 48 horas y de forma ininterrumpida y ruidosa. El debate obligó a cada porteño a pararse sobre una de las dos veredas para mirar Los Mil Tambores. O te encantan o los odias. O te quedas con el noble y saludable esfuerzo de los cientos de ensayos y los trajes cada vez más producidos de las comparsas que vienen del norte y el sur, o en cambio terminas por odiar a cada jovenzuelo que te cruzas que lleve dreadlocks, una frazada enrollada en la mochila y un tambor en la mano, porque lo imaginas faltándole el respeto a la ciudad que amas. Mientras el oficialismo y los grupos de Whatsapp caían en un misterioso silencio al momento de defender la fiesta. Grupos de vecinos organizados llevaban incluso el tema a tribunales, buscando su suspensión por esa vía. No a lugar. Entonces llegó la fecha. Los porteños miraban el cielo lluvioso agradecidos. Era agua que se sumaba a los operativos de limpieza programados por el Municipio y que podría borrar aunque sea en parte el hedor a orín que amenazaba llegar al ritmo de los tambores. En varias escuelas municipales pernoctan en carpas las agrupaciones de tambores que vienen desde fuera de la ciudad. El ensayo final es bajo la lluvia. En el rostro de estos adolescentes se nota que tocar el tambor es más que tocar un tambor. Hay adultos (¿familiares designados por otros familiares?) que los miran con orgullo. Cerca de las escuelas, en las casas de otros porteños el despertar es menos feliz: el redoble que suena les aprieta la guata. Les hace recordar fiestas grotescas en la puerta de sus casas. Indignación e impotencia. Ganas de llorar ante el abuso de unos que por un fin de semana creen que Valparaíso es llegar y llevar. Una especie de tierra de nadie prometida para los hijos de Baco aunque ni sepas quién es Baco. El domingo de cierre de la versión 2017 de Mil Tambores amanece soleado. Las autoridades locales le sacan chispas a los celulares con fotos de operativos de limpieza. Exhiben de filas de coloridas casetas de baños químicos. La policía moviliza su gente por las calles y por el aire con un helicóptero. Los marinos recorren las playas en cuadrimotos. Todo financiado con recursos públicos aportados por todos nosotros. La lluvia de la víspera hizo su efecto y amilanó a varios cientos de potenciales tamborileros. Otra clave para no encontrar una ciudad postapocalíptica: se decretó ley seca y las botillerías cerraron temprano. El pasacalle final es ruidoso y colorido. La hermosa avenida Altamirano, desde la playa San Mateo hasta la playa Carvallo está repleta. El aroma se lo disputan el mar, la marihuana y la fritanga. Es sin duda la versión más producida de todas. Lo dicen los trajes y poleras estampadas, los camiones con parlantes, el escenario central, los foodtrucks. Mucha basura pero también gente votándola en tachos. Mucha cerveza pero también pacientes filas frente a los baños químicos. Pasó el huracán Mil Tambores. Los organizadores libraron nuevamente pero con algunos abollones. Los vecinos organizados no lograron impedir que se hiciera el carnaval. En eso perdieron, aunque si no hubiera sido porque hincharon las pelotas la ciudad no se habría preparado adecuadamente como lo hizo para enfrentar el arribo de lo que para unos son jóvenes viviendo la cultura y para otros hordas de orcos premunidos de tambores. Empate técnico. Puntos para la ciudad.

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